Es en la ceniza, en la tierra quemada, donde se advierte la devastación.
El 24 de agosto de 2011, el Real Madrid jugó el Trofeo Santiago Bernabéu frente al Galatasaray. Debía ser aquella una noche de trago reposado y corte veraniego. Pelillos a la mar. Pero el torneo veraniego no sirvió esta vez para que el hincha se ilusionara con causas perdidas (Kaká correteó media parte), o para recordar a viejos héroes (Milan Baros, antiguo referente checo, jugaba entonces con los turcos). La atención se centró en dos lugares concretos del estadio.
El primero, el costado del campo donde se ubicaban los integrantes de la peña La Clásica, quienes desplegaron una gran pancarta con el lema: «Mou, tu dedo nos señala el camino«. Había otras tantas telas repartidas por la grada, pero ninguna con un mensaje tan evidente. El otro gran reclamo fue el banquillo blanco. Ahí quedó clavado Iker Casillas. Gesto de mármol. La imagen, en plena pachanga, no habría sido extraña de no haber sido el único futbolista de campo que, aun estando en condiciones, no pisó un solo minuto el césped. Hizo 10 cambios José Mourinho. Casillas los vio todos desde su asiento.
Justo una semana antes, el 17 de agosto de 2011, el fútbol español alcanzó, probablemente, la cumbre de su degradación. Fue el día en que el Barcelona jugó el partido de vuelta de la Supercopa de España frente al Real Madrid en el Camp Nou (3-2, 2-2 en la ida). Pero también el día en que los mismos actores, hasta la fecha demasiado preocupados en seguir las misas de sus capataces, casi siempre alentados por sus respectivas trincheras mediáticas, repararon en que el espectáculo ya nada tenía que ver con el deporte. Que aquello era denigrante. La imagen de Mourinho metiendo el dedo en el ojo a Tito Vilanova, entonces asistente de Pep Guardiola y al que el portugués ridiculizaba con el sobrenombre de «Pito», hizo desbordar el agua de un retrete que ya no daba para más.